lunes, 2 de febrero de 2015

EL OBJETIVO INCONSCIENTE. Capítulo 1. Azul.




CAPÍTULO 1. 
 "El objetivo inconsciente"



PUBLICACIÓN NOVELA HASTA EL CAPÍTULO SEXTO.
AZUL
¡Una niña azul! ¡una niña azul!, 

las voces empezaron a correr por el patio interior de vecinos. 
Las mujeres a modo de mensajeras divulgaban la noticia "tenemos una niña azul", de pronto, acallando las voces, se oyó el llanto de un recién nacido. todas las mujeres se agolparon en el rellano para subir hasta el segundo piso donde la parturienta acababa de dar a luz. Sí, era una niña azul.

Así se les llamaba a los recién nacidos que llevaban alrededor de su cuello el cordón umbilical que presionando les impedía recibir el halo de vida del que eran propietarios. Cuando la matrona sacó a la niña del vientre de su madre y la sostuvo en sus brazos, temió por su vida, ya que los "bebés azules" no solían sobrevivir y si lo hacían podían quedar señalados para toda su vida.

Sí, no era fácil la vida para una niña azul.

Pero sí, allí estaba, la niña azul, luchando por la vida, cogiendo aire con todas las fuerzas hasta romper en llanto desgarrador que hizo estremecer a todas las mujeres que subían apretujadas por la escalera como una gran masa en duelo. El aire reparador estalló dentro de sus pulmones dando sentido a todo el frágil organismo.

Así fue mi llegada a la vida, cantada en noches de luna sobre la alfombra del salón de mi abuela, una y otra vez.

Todas las mujeres que rodeaban a mi madre vestían de negro y mis primeros escarceos en la vida se resolvieron en mapas de caminos negros.

Recuerdo a mi madre como alguien siempre presente pero definitivamente ausente, formaba parte con sus frágiles movimientos de la luz que entraba en casa.

Fui amamantada por la misma mujer que ayudó a la matrona que atendió a mi madre en el parto, también vestida de negro y dedicada a estos menesteres. Mi madre aquejada por grandes y espesas fiebres producidas en mi alumbramiento, justificaron su rechazo a la que ya y para siempre llamaría Azul.

Mi nodriza me amamantó hasta los dos años como era tradición de las amas -en casa la llamábamos Má- junto con mi abuela dirigieron mi alimentación y cuidados hasta la edad de la entrada en la escuela, que fue a los cinco años.

Azul...me gustó el nombre que eligió mi madre. No lo eligió por bello, sino porque me identificaba para toda la vida con su dolor en mi nacimiento, y aunque con mi lucha por la vida con su dolor en mi nacimiento, y aunque con mi lucha por nacer volvió el tenue color sobre mi piel blanquecino y rosado como el color de las rosas damascenas que contenía el jarrón de mi abuela, aún así mi nombre me fue impuesto, pero a mi siempre me pareció bello.

Hasta dos meses más tarde no conocí a mi padre. Llegaba de un largo viaje del que partió hacía ya varios meses. Mi padre era un hombre alto y delgado, con un fino y largo bigote que le cruzaba la cara y que le hacía parecer siempre elegante, enmarcando unos labios rasgados que dejaban ver una larga hilera de dientes blancos, era alegre y solía hacer reír a madre y abuela, hasta llegar a la carcajada. Su traje color chocolate de raya diplomática negra que adquirió durante su viaje en su ciudad de destino, París.

Llego a casa precedido de un gran baúl que nos trajeron los porteadores de la naviera. Su baúl siempre predecía su marcha, casi de su misma altura y sellado con grandes cierres metálicos acompañados de cerrojos y llaves para guardar los secretos de nuestras mercaderías.

Nuestra casa heredada de nuestra abuela paterna -la cual vivía con nosotros- estaba precedida en la planta baja por un almacén de venta al público de las mejores sedas de todo Oriente, que mi padre se ocupaba de seleccionar en sus viajes, siguiendo la vieja tradición fenicia de la que éramos herederos desde generaciones y que ya nuestra memoria había borrado. Así, nuestra familia comerciantes de finas sedas y damascos, anticipábamos el ir i venir de los tiempos.  Abuela, viuda desde la adolescencia de mi padre, era la heredera de nuestra tradición de comerciantes y por tanto fue regentado por ella durante años, hasta la mayoría de edad de mi padre. 

Mi padre, hombre culto y refinado, ya que no en vano, había sido educado por abuela, mujer sensible que adoraba los colores de las telas, los hilos de oro y plata, la seda sobre seda, seda sobre algodón, flores labradas sobre telares de damasco, brocados dorados y plateados, educando a su hijo con la sensibilidad que emana de nuestra tradición y es muestra de ello nuestra ciudad mezcla de tradición oriental y la nueva modernidad de los europeos que bajaban de sus barcos con miles de pensamientos que entremezclar con los nuestros.

La seducción que los viajeros  ejercieron sobre mi abuela, le llevaron a elegir para su único hijo un nombre de origen francés Albert, Albert Sehadín; de la maison de Madame Sehadín, como llamaban al comercio de abuela, que con su marcada personalidad había sellado de nuevo el cartel que precedía a la entrada.

Mi padre llegó acompañado de un maletín de cuero que colgaba de su espalda y que depositó sobre la mesa de comedor heredada de su bisabuela, incrustada de ricas pedrerías y mármoles típicos de la tradición otomana. El comedor de la bisabuela estaba regentado por una fotografía sobria del día de la boda de los abuelos ocupando la sombra en la pared que había generado el marco de una antigua pintura tradicional, solo lo utilizábamos en grandes fiestas familiares.

Las damas negras de nuestro barrio, ataviadas de sus austeros trajes que ocultaban sus figuras, pedían casi siempre que iban a nuestro comercio, subir a ver la imagen de mis abuelos, ya que les parecía producto de algún hechizo, que no podía augurar nada bueno, la proyección de una realidad tan precisa.

Mis abuelos, viajeros y abiertos al conocimiento, no repararon ni en tiempo, ni en distancias, hasta obtener esa imagen tan preciada que ornamenta y guarda la imagen de su unión, inicio de nuestra saga.

Mi padre provenía de una culta familia cristiana libanesa que estaba fuertemente arraigada en las tradiciones Beirutenses,  nuestra ciudad y a la vez impregnados,  desde su niñez por el fuerte impacto de la cultura francesa dominante en nuestros territorios. 
Las noches de Beirut estaban bañadas por el glamour del Orientalismo reinante en una Europa decadente y enamorada de lo exótico. En una de esas noches de Casino conoció a través de unos amigos a mi madre, Asma.

De cabello negro azabache, piel blanca y delicada y de grandes ojos pardos, había algo de animal en ella, una fuerza erótica que enamoró a mi padre al instante. Mi madre siempre ocultó sus orígenes, pero eso a mi padre no le importó. Yo solo fui una consecuencia de esa pasión.

Mi padre me conoció ese día, al regreso de su viaje. Recogiéndome de la manta sobre la que yo estaba echada, me besó en la frente y dijo con cariño "Hola Laçur" y así aceptó mi nombre, ya que así se denomina el azul profundo en árabe, después él y mi madre se encerraron en la habitación de la que no salieron hasta casi llegado el atardecer.


Nunca tuve ninguna duda de lo que mis padres se amaban. Por las noches oía sus pláticas durante horas y sus risas cómplices a las que en ocasiones se añadía abuela. Yo me adormecía escuchando sus voces y entre sueños, se agolpaban las palabras que resbalando suavemente sobre los labios de mi madre oía... Albert!...Albert!....riéndose después feliz y llena con las historias de mi padre.


Así fue mi entrada en la familia: 
                                                   "la niña azul" de la maison Sehadín.





© Gloria Giménez para texto y fotografía







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