sábado, 21 de febrero de 2015

El objetivo Inconsciente. Capítulo 4. Ritual de iniciación.



Capítulo 4.  Ritual de iniciación
el objetivo inconsciente

©Gloria Giménez, 2001









Aquella primavera antes de mis cinco años. estaba descubriendo otros mundos que abrían las puertas de mi cotidianidad. 

Mis padres decidieron que mi entrada a la escuela debía ir precedida de una cierta independencia y desvinculación de mis facetas seguras, arropadas y predecibles hasta aquel momento, ya que los rituales que nos acompañaban en el día a día dentro de una familia de tradiciones, en las que nos entremezclábamos de todas las culturas con las que convivíamos, iba a la vez acompañada de un submundo privado en cada una de las casas, con sus historias, sus tradiciones, rituales y todos los secretos transmitidos por sus antepasados. Sin embargo, celebrábamos con nuestros vecinos sus fiestas y ellos estaban y celebraban también las nuestras la familia de Samira junto a otras familias que tenían sus viviendas a pocas calles de la nuestra y que compartían el té de Má en el comercio de abuela, también mi amiga Lea y Anna, hijas del rabino Lozer y su esposa Lotte que compartían pláticas con mis padres y abuela y que en ocasiones habían compartido el viaje a la bella Estambul, donde la familia de Lea, se reencuentra con familiares queridos que emigraron en otras décadas. 

Anna es la mayor de las dos hermanas, de cabello muy rubio y grandes ojos azules, voluptuosas redondeces y sensuales andares contoneantes que para mayor tribulación, consternación y suplicio de su padre, evitaba moderar. Le gustaba ser siempre a la que todos admiraban, por llamar la atención en sus destacadas diferencias de sus cabellos y miradas y si por si esto fuera poco se contoneaba. Lea, por el contrario era delgada, muy delgada, de piel blanca y cabellos oscuros, sin embargo tenía también el azul en su mirada.

La entrada en la escuela supondría romper muchas de estas convivencias, ya que mi escolaridad con las monjas francesas separaría por primera vez a las personas que formaban parte de mi vida por sus creencias religiosas. Eso sí diferenciaba a las diversas culturas en convivencia. No entendí porque podíamos jugar en la cocina de Má, estudiar música en casa de Said, trenzar con agujas el hilo de seda junto a la madre de Lea, pero no podíamos estudiar juntas. Las lágrimas corrían por nuestros ojos mientras comíamos los dulces de almendra y azúcar hilachado junto al té y las historias de Má.



Se acabaron las historias de Má al acostarme y a partir de aquel momento mi habitación se haría independiente, pasando a una cercana de padres y al lado de la de abuela. Aquella luminosa y soleada mañana, se abrieron las ventanas de la habitación que daba al patio interior de granados. Los pájaros solían posarse sobre ellos para picotear sus frutos, los graznidos de las garzas y los cientos de gorriones que hambrientos acompañaban con trinos el alimento de su llegada y que a partir de ahora serían la llamada que escucharía cada mañana.

Una pequeña mesa que incluía un cajón con llave predeterminaba mi habitación y sobre ella una pequeña maletita de cartón, cerrada por dos cierres plateados que al levantar la hebilla y soltarla, con un seco chasquido, sobre ellos quedaba herméticamente cerrada, dentro una libreta, una pequeña caja alargada con dos lápices y un sacapuntas metálico de difícil manejo para mi precaria fuerza, pastillas de tinta secada sobre papel, tintero y la maravillosa pluma de acero labrado, regalo de abuela. Por fin podría escribir sobre un cuaderno, como el libro rojo de abuela.

Una cama de buena madera, con una placa pintada de flores en el cabezal, olía a madera fresca recién tallada, que encargada por abuela al carpintero acababan de entregar aquella misma mañana.

En el patio interior en la zona no arbolada, varias mujeres ataviadas con sus vestimentas hábilmente anudadas en sus tobillos, para no enredarse con ellos cuando se agachaban, bateaban del suelo la lana de cordero. Llevaban largos palos, refinados a navaja y redondeados de madera de chopo para que fueran más vibrantes al golpearlos -según las instrucciones de padre, informado de los bateos parisienses de cada primavera, emparejados con las chimeneas en lo alto de los boulevares- , para batear del suelo la lana de cordero y batearla y batearla hasta conseguir el resultado más esponjoso, como los hilos de azúcar blanca y con ello rellenar el colchón de algodón verde pistacho con flores doradas que mi abuela había elegido para mi nueva cama.

Estuve impaciente toda la mañana escuchando cataclac, cataclac, cataclac, las varas de madera bateando por el aire. El relleno de colchón lo realizaban las mujeres en cuchillas sobre el suelo repartiendo hasta el fondo la lana, mientras una de ellas, con una aguja muy larga enzarzaba unas cintas que acolchaban y repartían la lana de forma que esta jamás se apelmazara, sellando el acolchado con bellas lazadas rosadas, separadas en igual proporción. Finalmente fue ribeteado con una aguja curva y grueso cordel de algodón los cuadro lados, formando un rectángulo de dos caras "colchón a la inglesa" afirmó con satisfacción mi padre, poniéndolo sobre mi nueva cama y sobre el una mullida almohada de plumas blancas traídas de la panza de los patos que pueblan el viejo Nilo.

Aquella noche me hundí en la holgada cama y mi mullida almohada, la luz de la luna se reflejaba tras los cristales y así lentamente me dormí y solo el griterío de las grullas y pajaritos que picoteaban en nuestro patio lograron retornarme a la mañana.

Me sentí muy importante! en la pared, colgado estaba el vestido que llevaría a la escuela. Con pliegues amplios cosidos desde el cuello hasta los tobillos, formando una estructura rígida y aplanada que vislumbraba la negación de cualquier esbozo de futuro cuerpo de mujer y todo ello recogido en la cintura por un amplio cinto que sellaba la castidad del uniforme. El cuello muy rígido blanco, destacaba sobre el oscuro tejido de lanilla fina.

No podía ni imaginar todavía la aspereza y desagrabilidad de la lanilla sobre el cuerpo de niña, acalorado por las correrías del mediodía bajo el sol de Beiruth. Un guardapolvo de algodón fino de suaves líneas grises, preservaba la inmaculidad de los uniformes enmarcados por calcetines blancos y zapatos con suela muy gruesa, que recuerdo siempre me hicieron daño.

Los deseos de empezar la escuela podían con todo, que emoción tan grande! pero no entendí porqué mis padres y abuela no me acompañaban con la misma emoción, parecía como si una tristeza les invadiera, quizás por eso mi padre decidió terminar la primavera compartiendo conmigo su mundo oculto de materiales desconocidos para mi y todo su mundo de imágenes que la luz había sellado secretamente.

Tiempo después comprendí que aquellas experiencias que compartí con padre, sellaron el vínculo que nos uniría en la búsqueda de mis destino, sí, ese fue mi primer encuentro con la brújula que me indicaría los caminos en la arena que construirían el mapa de mi futuro.

No pensé que la arena la mueve el viento y que el destino desdibuja los caminos y redefine las fronteras, según los caprichos de unos dados movidos por la brújula del azar.









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