sábado, 21 de febrero de 2015

El objetivo Inconsciente. Capítulo 4. Ritual de iniciación.



Capítulo 4.  Ritual de iniciación
el objetivo inconsciente

©Gloria Giménez, 2001









Aquella primavera antes de mis cinco años. estaba descubriendo otros mundos que abrían las puertas de mi cotidianidad. 

Mis padres decidieron que mi entrada a la escuela debía ir precedida de una cierta independencia y desvinculación de mis facetas seguras, arropadas y predecibles hasta aquel momento, ya que los rituales que nos acompañaban en el día a día dentro de una familia de tradiciones, en las que nos entremezclábamos de todas las culturas con las que convivíamos, iba a la vez acompañada de un submundo privado en cada una de las casas, con sus historias, sus tradiciones, rituales y todos los secretos transmitidos por sus antepasados. Sin embargo, celebrábamos con nuestros vecinos sus fiestas y ellos estaban y celebraban también las nuestras la familia de Samira junto a otras familias que tenían sus viviendas a pocas calles de la nuestra y que compartían el té de Má en el comercio de abuela, también mi amiga Lea y Anna, hijas del rabino Lozer y su esposa Lotte que compartían pláticas con mis padres y abuela y que en ocasiones habían compartido el viaje a la bella Estambul, donde la familia de Lea, se reencuentra con familiares queridos que emigraron en otras décadas. 

Anna es la mayor de las dos hermanas, de cabello muy rubio y grandes ojos azules, voluptuosas redondeces y sensuales andares contoneantes que para mayor tribulación, consternación y suplicio de su padre, evitaba moderar. Le gustaba ser siempre a la que todos admiraban, por llamar la atención en sus destacadas diferencias de sus cabellos y miradas y si por si esto fuera poco se contoneaba. Lea, por el contrario era delgada, muy delgada, de piel blanca y cabellos oscuros, sin embargo tenía también el azul en su mirada.

La entrada en la escuela supondría romper muchas de estas convivencias, ya que mi escolaridad con las monjas francesas separaría por primera vez a las personas que formaban parte de mi vida por sus creencias religiosas. Eso sí diferenciaba a las diversas culturas en convivencia. No entendí porque podíamos jugar en la cocina de Má, estudiar música en casa de Said, trenzar con agujas el hilo de seda junto a la madre de Lea, pero no podíamos estudiar juntas. Las lágrimas corrían por nuestros ojos mientras comíamos los dulces de almendra y azúcar hilachado junto al té y las historias de Má.



Se acabaron las historias de Má al acostarme y a partir de aquel momento mi habitación se haría independiente, pasando a una cercana de padres y al lado de la de abuela. Aquella luminosa y soleada mañana, se abrieron las ventanas de la habitación que daba al patio interior de granados. Los pájaros solían posarse sobre ellos para picotear sus frutos, los graznidos de las garzas y los cientos de gorriones que hambrientos acompañaban con trinos el alimento de su llegada y que a partir de ahora serían la llamada que escucharía cada mañana.

Una pequeña mesa que incluía un cajón con llave predeterminaba mi habitación y sobre ella una pequeña maletita de cartón, cerrada por dos cierres plateados que al levantar la hebilla y soltarla, con un seco chasquido, sobre ellos quedaba herméticamente cerrada, dentro una libreta, una pequeña caja alargada con dos lápices y un sacapuntas metálico de difícil manejo para mi precaria fuerza, pastillas de tinta secada sobre papel, tintero y la maravillosa pluma de acero labrado, regalo de abuela. Por fin podría escribir sobre un cuaderno, como el libro rojo de abuela.

Una cama de buena madera, con una placa pintada de flores en el cabezal, olía a madera fresca recién tallada, que encargada por abuela al carpintero acababan de entregar aquella misma mañana.

En el patio interior en la zona no arbolada, varias mujeres ataviadas con sus vestimentas hábilmente anudadas en sus tobillos, para no enredarse con ellos cuando se agachaban, bateaban del suelo la lana de cordero. Llevaban largos palos, refinados a navaja y redondeados de madera de chopo para que fueran más vibrantes al golpearlos -según las instrucciones de padre, informado de los bateos parisienses de cada primavera, emparejados con las chimeneas en lo alto de los boulevares- , para batear del suelo la lana de cordero y batearla y batearla hasta conseguir el resultado más esponjoso, como los hilos de azúcar blanca y con ello rellenar el colchón de algodón verde pistacho con flores doradas que mi abuela había elegido para mi nueva cama.

Estuve impaciente toda la mañana escuchando cataclac, cataclac, cataclac, las varas de madera bateando por el aire. El relleno de colchón lo realizaban las mujeres en cuchillas sobre el suelo repartiendo hasta el fondo la lana, mientras una de ellas, con una aguja muy larga enzarzaba unas cintas que acolchaban y repartían la lana de forma que esta jamás se apelmazara, sellando el acolchado con bellas lazadas rosadas, separadas en igual proporción. Finalmente fue ribeteado con una aguja curva y grueso cordel de algodón los cuadro lados, formando un rectángulo de dos caras "colchón a la inglesa" afirmó con satisfacción mi padre, poniéndolo sobre mi nueva cama y sobre el una mullida almohada de plumas blancas traídas de la panza de los patos que pueblan el viejo Nilo.

Aquella noche me hundí en la holgada cama y mi mullida almohada, la luz de la luna se reflejaba tras los cristales y así lentamente me dormí y solo el griterío de las grullas y pajaritos que picoteaban en nuestro patio lograron retornarme a la mañana.

Me sentí muy importante! en la pared, colgado estaba el vestido que llevaría a la escuela. Con pliegues amplios cosidos desde el cuello hasta los tobillos, formando una estructura rígida y aplanada que vislumbraba la negación de cualquier esbozo de futuro cuerpo de mujer y todo ello recogido en la cintura por un amplio cinto que sellaba la castidad del uniforme. El cuello muy rígido blanco, destacaba sobre el oscuro tejido de lanilla fina.

No podía ni imaginar todavía la aspereza y desagrabilidad de la lanilla sobre el cuerpo de niña, acalorado por las correrías del mediodía bajo el sol de Beiruth. Un guardapolvo de algodón fino de suaves líneas grises, preservaba la inmaculidad de los uniformes enmarcados por calcetines blancos y zapatos con suela muy gruesa, que recuerdo siempre me hicieron daño.

Los deseos de empezar la escuela podían con todo, que emoción tan grande! pero no entendí porqué mis padres y abuela no me acompañaban con la misma emoción, parecía como si una tristeza les invadiera, quizás por eso mi padre decidió terminar la primavera compartiendo conmigo su mundo oculto de materiales desconocidos para mi y todo su mundo de imágenes que la luz había sellado secretamente.

Tiempo después comprendí que aquellas experiencias que compartí con padre, sellaron el vínculo que nos uniría en la búsqueda de mis destino, sí, ese fue mi primer encuentro con la brújula que me indicaría los caminos en la arena que construirían el mapa de mi futuro.

No pensé que la arena la mueve el viento y que el destino desdibuja los caminos y redefine las fronteras, según los caprichos de unos dados movidos por la brújula del azar.









sábado, 14 de febrero de 2015

"El objetivo Inconsciente" Capítulo 3. El Descubrimiento.



Cap. 3  . EL DESCUBRIMIENTO

"El objetivo Inconsciente".



©GLORIA GIMÉNEZ, Damasco, 1997.



Albert Sehadín, mi padre, era un hombre moderno, esta es la frase que lo definía de la forma más rápida y precisa, o así al menos se lo hacía saber su madre, mi abuela, cada vez que llegaba con entusiasmo de sus viajes con múltiples y variadas aportaciones que integrar en nuestras vidas. Su energía y pasión ante la vida, doblaba con creces las carencias y limitaciones de las que mi madre me ofrecía en sus épocas grises y y abatidas.

De su baúl extraía, una a una todas las cosas que nos sorprendían, una de ellas era una revista llamada "La ilustración", donde veíamos imágenes de otros países y ciudades que nos embelesaban las miradas. Recuerdo una imagen de mujeres paseando por las calles de Estambul con trajes rígidos ajustados al cuerpo marcando su fina cintura y grandes sombreros con alas y tules que cubrían sus ojos. Me parecieron tan bellas, tan libres, tan serenas Algunas tenían parecido con las viajeras que de otros países compraban en el comercio de abuela. 

Pensé que de mayor quería ser como ellas. Quería pasear libre, como ellas, por las calles de ciudades como aquellas, Estambul, Budapest, Viena, París. Qué ciudades tan bellas.

Recuerdo que ya en edades muy tempranas las apariciones de mi padre por nuestras estancias, iban acompañadas de un destello de luz que siempre nos cegaba, tardábamos un tiempo hasta volver a ver con claridad incluso nuestras caras. Recuerdo como reíamos ante nuestra ceguera momentánea, jugando con los brazos extendidos a encontrarnos. Después mi padre desaparecía entre horas y días en un cuatro trasero de la planta baja, en la parte posterior de nuestro almacén.

Una espesa y pesada puerta de madera, cerrada con llave, guardaba un mundo oculto donde mi padre se encerraba.

Un día y después de su presencia acompañada del estallido cegador, me dijo "Laçur, hoy va a ser el inicio de tus aprendizajes antes de ir a la escuela", me cogió de la mano para llevarme con él a sus estancia misteriosa y oculta. Mi corazón empezó a palpitar fuertemente y lo sentí batear sobre mis sienes mientras una sudación muy fria cubría mi cara. Los pensamientos se agolpaban era la primera vez que podía ir sola con padre, sin abuela, sin Má a un lugar tan secreto y especial. Por fin iba a aprender, quería sentir con todas mis fuerzas esos momentos ni siquiera superados por los atardeceres llenos de brillos de las sedas.

Volteó por dos veces la gruesa llave en la cerradura y la puerta cedió abriéndose lentamente, la luz oscura y umbrosa del exterior golpeó sobre mil cristales depositados sobre estantes, una luz azulada reflectan chispeaba por todas partes, cómo la gran lámpara del salón de abuela cuando el sol estalla sobre las lágrimas talladas de cristal y desprende cientos de luciérnagas sobre las paredes.

¡Es azul! ¡es azul! no pude dejar de repetir esa palabra al sentirme en ese lugar invadida por la emoción de mis cinco años de todas las experiencias que mi vista me aportaba, de las luces proyectadas, de ese color que solo la noche y el mar, bajo la luna iluminada pueden proyectar. Todo de un azul intenso y brillaba, brillaba y daba vueltas por toda la oscura estancia con un olor profundo y peculiar que me ahogaba.

Cuando abrí de nuevo los ojos estaba en los brazos de abuela, con paños de algodón mojados en agua fresca en mi frente y tobillos. La emoción debilitó mis sentidos. Esa fue la primera vez que recuerdo sentí como las emociones podían romper mi frágil equilibrio con la vida. No obstante, no tuve miedo y quise volver, enfrentarme de nuevo y esta vez, con padre, abuela y Má descendimos la escalera y entramos en la estancia.


Entre calmada y segura y con toda la intensidad puesta en la mirada pude, por fin, ver los misterios de la oscuridad azulada que no eran otros que los cristales depositados en estantes con imágenes traslúcidas que no me eran del todo desconocidas. Padre rompió el secreto avanzándose a los juegos adivinatorios y evitando la ansiedad emocional que de todo ello se derivaba "este es el resultado Laçur de los destellos que tantas veces os he arrebatado, a ti, a madre, a abuela, a Má son placas de cristal donde estáis proyectadas en imágenes, todas las que os he tomado" "mira allí tienes la copia  podemos copiar las imágenes tomadas""y a todo este proceso se le llama fotografía, recuerdas la imagen de los bisabuelos en el gran salón de abuela?". Sí, sobre una mesa plana estaban nuestras imágenes solas o agrupadas desde que yo era muy pequeña, allí estábamos todos, incluso mi padre muy recto, detrás de mi madre sentada en una silla, los dos con su aspecto tan elegante, que me recordaban a las personas de La ilustración paseando por las calles de Viena, París o Estambul. aunque ellas estaban dibujadas.

En el suelo de la estancia oscura, la maleta de cuero que padre siempre llevaba a su espaldas en los viajes y en ella, su cámara fotográfica, sus negativos y sus útiles de retrato.

En el cuarto oscuro, Albert, mi padre, escondía el producto mágico de la modernidad, que estampaba día a día las historias de su vida, que por entonces, también era la mía. Allí oculto de las miradas retrógradas y asustadizas de la ignorancia de nuestra sociedad en la que cualquier novedad podía vivirse con extrañeza, miedo y peligrosidad.

Al ver aquellas placas de cristal, pensé que por algún motivo las soledades me quitaron las palabras y desde entonces siempre preferí estar callada, por algún motivo sentí las luces proyectadas en todas las miradas, los brillos y matices de las luces sobre las estancias. Por fin todo cobraba sentido, las luces las sombras, los colores, las emociones, todo por fin se proyectaba mas allá de la mirada.

Qué bellas cosas nos quitan las palabras.






©® Gloria Giménez para fotografías, texto, capítulo y novela completa









sábado, 7 de febrero de 2015

El objetivo inconsciente. Capítulo 2. Laçur Sehadin


Capítulo 2.

"el Objetivo Inconsciente"


Laçur Sehadín.





Los primeros años de mi vida transcurrieron entre el regazo de mi abuela, los brazos de mi ama y el tocador y los espejos de mi madre. Me gustaba entremezclarme junto a sus amigas y entre sus risas con sus adornos y collares.

Me gustaba ver a mi madre como reía y como recogía sus cabellos alzados sobre la cabeza, finalizando con un moño redondo que hábilmente sujetaba con unas horquillas negras. Yo le sujetaba las horquillas y ella iba diciendo -"otra..otra..otra..."-. Un gran collar de perlas, de varias vueltas,  solía adornar su cuello en alto y varias de ellas caían ondulantes sobre su pecho, anticipando éstas su llegada con el sutil repiqueteo.

Sus trajes de sedas floreadas y casi siempre de minúsculos estampados y de sobrios y apaleados colores, llegaban casi rozando el suelo enmarcando sus zapatos levemente alzados, sus ojos pardos grandes y almendrados, sorteados de inmensas pestañas negras, transmitían una mirada inquietante y casi siempre, poco serena.

Cuando mi padre pasaba largas estancias lejos de casa, mi madre se sumía en tristezas infinitas, no recuerdo si quizás éstas precedían los viajes. La inquietud desasosegada de mi madre generaba revuelo en toda la casa: recuerdo a mi abuela alejarme de mi madre cuando gritaba desaforada, y abuela me decía: déjala, déjala, Laçur, vayamos a las cocinas con Má- Tardé mucho tiempo en entender porqué mi madre dejaba de ponerse collares y su cabello se desvanecía sobre las almohadas y de nada servía que yo le llevase alfileres y collares. No quería verse en los espejos. Replegada sobre su propia melancolía a todos nos abandonaba, quedando prieta en su imaginaria jaula. Tendida, rota, con su belleza despeinada y su piel blanca hundida en las almohadas.

Abuela entraba en su habitación, llevándole reprensores tazones de caldos vegetales que nuestra querida Má preparaba para ella, solían ponerle una yema muy amarilla de los corrales de algunas de nuestras vecinas.

Pasado un tiempo, quizás meses, de pronto, la casa se iluminaba, las ventanas se abrían y de nuevo mi madre bailaba, cantaba, se reía, se peinaba y me amaba, con su moño alzado, con sus alfileres y de nuevo, el resplandor de su mirada, esa que tanto enamoraba a mi padre.

Los tiempos grises en los que me quedaba aislada de mi madre, aprendí a estar muy, muy callada y a obtener todo a través de la mirada. Aprendí a interpretar las palabras que nos producen las luces y las sombras, aprendí a ver los colores en las trasparencias de las ventanas, aprendí a buscar con la mirada todo lo bello que podía llenar mi frágil alma.



2.1

La Maison Sehadín. 

Pasado el mediodía bajaba con abuela al comercio, ella se sentaba esperando la llegada de sus vecinas  amigas y esperaban con avidez a las  compradoras viajeras de paso por nuestra ciudad, que habiéndoles llegado noticias de la calidad de sus sedas, no dudaban en pasar por "la maison Sehadín".

Me gustaba jugar con las niñas que venían acompañando a sus madres a platicar en el comercio de abuela, mientras nuestros dependientes agolpaban sobre los tableros de cristal las piezas de tela, entonces ellas, señalaban las piezas con el dedo índice que a modo de gran biblioteca de sedas se clasificaban ordenadamente por calidades y colores en sendas estanterías de cedro. A medida que señalaban la pieza Fatih -el fiel empleado de mi abuela que iba envejeciendo entre las telas- cruzaba la mirada con ella y ella bajaba los párpados asintiendo la orden veloz de romper el equilibrio de las piezas colocándolas una a una sobre la mesa, golpeando sonoramente al desplegarlas y soltar uno o dos largos de tela.

Este ritual se repetía hasta llenar todo el gastado mostrador de cristal y madera. era una litúrgia muy bella la elección de las telas. No me cansaba de observar atardecer tras atardecer los reflejos de la luz sobre las tonalidades de la seda, de como se deslizaban sobre el cristal y la madera y cómo cambiaban  de color según como manejaban la pieza.

Después cortaban las medidas y tras envolverlas en papel de seda, abuela abría un gran libro de gruesas tapas de rojo oscurecido, con las punteras rematadas en labrado de plata, una larga cinta también roja servía de frontera entre una venta y otra. entonces, abría el tintero y con su pluma escribía, una vez untada la punta dorada, con trazo lento y letra muy bella "seda damascena dorada, azul y verde, bordada. Tres largadas 12 libras".


Entonces Hadiya compradora de la tela, madre de mi amiga Samira entregaba 10 libras a abuela y decía -"el próximo día amiga Yamilah"- que así era el nombre de abuela. Ellas se entendían, la perfecta excusa para siempre tener la tienda llena, observar las novedades de las viajeras, sus indumentarias y mil historias humanas de las recién llegadas, platicar después tranquilamente sobre ellas y las modernizados que proporcionaban desde la otra orilla mediterránea, mientras Omar, el pequeño dependiente que no alcanzaba más de diez centímetro más allá de mi cabeza, subía corriendo a la cocina de Má y traía sobre una bandeja de metal labrada unos pequeños vasos de cristal floreado, llenos de caliente té con canela. el azucarero de plata rebosante de azúcar blanca, pronto quedaba horadado por las heridas de la cuchara que no dejaban de avanzar hasta el fondo de la plata y que al repicar de la cuchara, nos avisaba y sabíamos ya que la velada estaba finalizada.



2.2.

Cuantas cosas se pierden con la palabra!

Hadiya  Bilal madre de mi amiga Samira, casada con Said Bilal, músico de instrumentos de cuerda, desde la cítara hasta los laudes de cinco cuerdas, no se le resistía ninguno de los instrumentos. Era el padre de Samira, Said, un hombre admirado en mi familia, formaba parte de la Orquesta Nacional y por ello mi abuela me permitía ir a su casa para tomar clases de laúd junto a Samira. De religión musulmana, la familia Bilal solían llevar cubierto el cabello con un pañuelo blanco cuyo tejido compraban en el comercio de abuela, aunque Said, iba coronado por un leve gorro tejido de ganchillo de hilo fino blanco, que encajaba justo encima de sus orejas, el contraste con el blanco de sus dientes, potenciaba su tez oscura, cuando sonreía dejaba entrever una gran hilera de grandes dientes resplandecientes que competían con el blanco de su taqiyah. Como era la costumbre en los hombres también usaba, como mi padre, un ancho y grueso bigote.

Nunca conseguí manejarme con las cuerdas del laúd, de gran peso para mi ligera fragilidad y el esfuerzo de sujetarlo descentraba mis notas para cuando las creía aprendidas. Al día siguiente volvía a olvidarlas, ya que para mí era un nuevo día, un nuevo sol y nuevas luces que observar. Samaria por el contrario, tenía gran habilidad y ya había aprendido bellas canciones acompañando a sus padres.

Mis preferencias eran sobre el gran libro rojo de abuela, que apenas podía abrir, ya que su tamaño y peso superaba con creces mis oportunidades de descubrir lo que albergaba a los cien años de comerciar con los navegantes que llegaban al puerto de nuestra ciudad. Ver aquellas maravillosas palabras escritas sobre papel con aquel azul de mar tintado o el rojo sanguina perfilado y acabado con caracteres que semejaban plumas de aves acaracoladas y domesticadas por la plumilla, con números que mágicamente sumados daban unas cantidades como resultados, esa y no otra era entonces mi preferencia.

Mis cinco años estaban ya próximos y ellos me llevarían a la escuela, al finalizar la primavera.












lunes, 2 de febrero de 2015

EL OBJETIVO INCONSCIENTE. Capítulo 1. Azul.




CAPÍTULO 1. 
 "El objetivo inconsciente"



PUBLICACIÓN NOVELA HASTA EL CAPÍTULO SEXTO.
AZUL
¡Una niña azul! ¡una niña azul!, 

las voces empezaron a correr por el patio interior de vecinos. 
Las mujeres a modo de mensajeras divulgaban la noticia "tenemos una niña azul", de pronto, acallando las voces, se oyó el llanto de un recién nacido. todas las mujeres se agolparon en el rellano para subir hasta el segundo piso donde la parturienta acababa de dar a luz. Sí, era una niña azul.

Así se les llamaba a los recién nacidos que llevaban alrededor de su cuello el cordón umbilical que presionando les impedía recibir el halo de vida del que eran propietarios. Cuando la matrona sacó a la niña del vientre de su madre y la sostuvo en sus brazos, temió por su vida, ya que los "bebés azules" no solían sobrevivir y si lo hacían podían quedar señalados para toda su vida.

Sí, no era fácil la vida para una niña azul.

Pero sí, allí estaba, la niña azul, luchando por la vida, cogiendo aire con todas las fuerzas hasta romper en llanto desgarrador que hizo estremecer a todas las mujeres que subían apretujadas por la escalera como una gran masa en duelo. El aire reparador estalló dentro de sus pulmones dando sentido a todo el frágil organismo.

Así fue mi llegada a la vida, cantada en noches de luna sobre la alfombra del salón de mi abuela, una y otra vez.

Todas las mujeres que rodeaban a mi madre vestían de negro y mis primeros escarceos en la vida se resolvieron en mapas de caminos negros.

Recuerdo a mi madre como alguien siempre presente pero definitivamente ausente, formaba parte con sus frágiles movimientos de la luz que entraba en casa.

Fui amamantada por la misma mujer que ayudó a la matrona que atendió a mi madre en el parto, también vestida de negro y dedicada a estos menesteres. Mi madre aquejada por grandes y espesas fiebres producidas en mi alumbramiento, justificaron su rechazo a la que ya y para siempre llamaría Azul.

Mi nodriza me amamantó hasta los dos años como era tradición de las amas -en casa la llamábamos Má- junto con mi abuela dirigieron mi alimentación y cuidados hasta la edad de la entrada en la escuela, que fue a los cinco años.

Azul...me gustó el nombre que eligió mi madre. No lo eligió por bello, sino porque me identificaba para toda la vida con su dolor en mi nacimiento, y aunque con mi lucha por la vida con su dolor en mi nacimiento, y aunque con mi lucha por nacer volvió el tenue color sobre mi piel blanquecino y rosado como el color de las rosas damascenas que contenía el jarrón de mi abuela, aún así mi nombre me fue impuesto, pero a mi siempre me pareció bello.

Hasta dos meses más tarde no conocí a mi padre. Llegaba de un largo viaje del que partió hacía ya varios meses. Mi padre era un hombre alto y delgado, con un fino y largo bigote que le cruzaba la cara y que le hacía parecer siempre elegante, enmarcando unos labios rasgados que dejaban ver una larga hilera de dientes blancos, era alegre y solía hacer reír a madre y abuela, hasta llegar a la carcajada. Su traje color chocolate de raya diplomática negra que adquirió durante su viaje en su ciudad de destino, París.

Llego a casa precedido de un gran baúl que nos trajeron los porteadores de la naviera. Su baúl siempre predecía su marcha, casi de su misma altura y sellado con grandes cierres metálicos acompañados de cerrojos y llaves para guardar los secretos de nuestras mercaderías.

Nuestra casa heredada de nuestra abuela paterna -la cual vivía con nosotros- estaba precedida en la planta baja por un almacén de venta al público de las mejores sedas de todo Oriente, que mi padre se ocupaba de seleccionar en sus viajes, siguiendo la vieja tradición fenicia de la que éramos herederos desde generaciones y que ya nuestra memoria había borrado. Así, nuestra familia comerciantes de finas sedas y damascos, anticipábamos el ir i venir de los tiempos.  Abuela, viuda desde la adolescencia de mi padre, era la heredera de nuestra tradición de comerciantes y por tanto fue regentado por ella durante años, hasta la mayoría de edad de mi padre. 

Mi padre, hombre culto y refinado, ya que no en vano, había sido educado por abuela, mujer sensible que adoraba los colores de las telas, los hilos de oro y plata, la seda sobre seda, seda sobre algodón, flores labradas sobre telares de damasco, brocados dorados y plateados, educando a su hijo con la sensibilidad que emana de nuestra tradición y es muestra de ello nuestra ciudad mezcla de tradición oriental y la nueva modernidad de los europeos que bajaban de sus barcos con miles de pensamientos que entremezclar con los nuestros.

La seducción que los viajeros  ejercieron sobre mi abuela, le llevaron a elegir para su único hijo un nombre de origen francés Albert, Albert Sehadín; de la maison de Madame Sehadín, como llamaban al comercio de abuela, que con su marcada personalidad había sellado de nuevo el cartel que precedía a la entrada.

Mi padre llegó acompañado de un maletín de cuero que colgaba de su espalda y que depositó sobre la mesa de comedor heredada de su bisabuela, incrustada de ricas pedrerías y mármoles típicos de la tradición otomana. El comedor de la bisabuela estaba regentado por una fotografía sobria del día de la boda de los abuelos ocupando la sombra en la pared que había generado el marco de una antigua pintura tradicional, solo lo utilizábamos en grandes fiestas familiares.

Las damas negras de nuestro barrio, ataviadas de sus austeros trajes que ocultaban sus figuras, pedían casi siempre que iban a nuestro comercio, subir a ver la imagen de mis abuelos, ya que les parecía producto de algún hechizo, que no podía augurar nada bueno, la proyección de una realidad tan precisa.

Mis abuelos, viajeros y abiertos al conocimiento, no repararon ni en tiempo, ni en distancias, hasta obtener esa imagen tan preciada que ornamenta y guarda la imagen de su unión, inicio de nuestra saga.

Mi padre provenía de una culta familia cristiana libanesa que estaba fuertemente arraigada en las tradiciones Beirutenses,  nuestra ciudad y a la vez impregnados,  desde su niñez por el fuerte impacto de la cultura francesa dominante en nuestros territorios. 
Las noches de Beirut estaban bañadas por el glamour del Orientalismo reinante en una Europa decadente y enamorada de lo exótico. En una de esas noches de Casino conoció a través de unos amigos a mi madre, Asma.

De cabello negro azabache, piel blanca y delicada y de grandes ojos pardos, había algo de animal en ella, una fuerza erótica que enamoró a mi padre al instante. Mi madre siempre ocultó sus orígenes, pero eso a mi padre no le importó. Yo solo fui una consecuencia de esa pasión.

Mi padre me conoció ese día, al regreso de su viaje. Recogiéndome de la manta sobre la que yo estaba echada, me besó en la frente y dijo con cariño "Hola Laçur" y así aceptó mi nombre, ya que así se denomina el azul profundo en árabe, después él y mi madre se encerraron en la habitación de la que no salieron hasta casi llegado el atardecer.


Nunca tuve ninguna duda de lo que mis padres se amaban. Por las noches oía sus pláticas durante horas y sus risas cómplices a las que en ocasiones se añadía abuela. Yo me adormecía escuchando sus voces y entre sueños, se agolpaban las palabras que resbalando suavemente sobre los labios de mi madre oía... Albert!...Albert!....riéndose después feliz y llena con las historias de mi padre.


Así fue mi entrada en la familia: 
                                                   "la niña azul" de la maison Sehadín.





© Gloria Giménez para texto y fotografía