sábado, 7 de febrero de 2015

El objetivo inconsciente. Capítulo 2. Laçur Sehadin


Capítulo 2.

"el Objetivo Inconsciente"


Laçur Sehadín.





Los primeros años de mi vida transcurrieron entre el regazo de mi abuela, los brazos de mi ama y el tocador y los espejos de mi madre. Me gustaba entremezclarme junto a sus amigas y entre sus risas con sus adornos y collares.

Me gustaba ver a mi madre como reía y como recogía sus cabellos alzados sobre la cabeza, finalizando con un moño redondo que hábilmente sujetaba con unas horquillas negras. Yo le sujetaba las horquillas y ella iba diciendo -"otra..otra..otra..."-. Un gran collar de perlas, de varias vueltas,  solía adornar su cuello en alto y varias de ellas caían ondulantes sobre su pecho, anticipando éstas su llegada con el sutil repiqueteo.

Sus trajes de sedas floreadas y casi siempre de minúsculos estampados y de sobrios y apaleados colores, llegaban casi rozando el suelo enmarcando sus zapatos levemente alzados, sus ojos pardos grandes y almendrados, sorteados de inmensas pestañas negras, transmitían una mirada inquietante y casi siempre, poco serena.

Cuando mi padre pasaba largas estancias lejos de casa, mi madre se sumía en tristezas infinitas, no recuerdo si quizás éstas precedían los viajes. La inquietud desasosegada de mi madre generaba revuelo en toda la casa: recuerdo a mi abuela alejarme de mi madre cuando gritaba desaforada, y abuela me decía: déjala, déjala, Laçur, vayamos a las cocinas con Má- Tardé mucho tiempo en entender porqué mi madre dejaba de ponerse collares y su cabello se desvanecía sobre las almohadas y de nada servía que yo le llevase alfileres y collares. No quería verse en los espejos. Replegada sobre su propia melancolía a todos nos abandonaba, quedando prieta en su imaginaria jaula. Tendida, rota, con su belleza despeinada y su piel blanca hundida en las almohadas.

Abuela entraba en su habitación, llevándole reprensores tazones de caldos vegetales que nuestra querida Má preparaba para ella, solían ponerle una yema muy amarilla de los corrales de algunas de nuestras vecinas.

Pasado un tiempo, quizás meses, de pronto, la casa se iluminaba, las ventanas se abrían y de nuevo mi madre bailaba, cantaba, se reía, se peinaba y me amaba, con su moño alzado, con sus alfileres y de nuevo, el resplandor de su mirada, esa que tanto enamoraba a mi padre.

Los tiempos grises en los que me quedaba aislada de mi madre, aprendí a estar muy, muy callada y a obtener todo a través de la mirada. Aprendí a interpretar las palabras que nos producen las luces y las sombras, aprendí a ver los colores en las trasparencias de las ventanas, aprendí a buscar con la mirada todo lo bello que podía llenar mi frágil alma.



2.1

La Maison Sehadín. 

Pasado el mediodía bajaba con abuela al comercio, ella se sentaba esperando la llegada de sus vecinas  amigas y esperaban con avidez a las  compradoras viajeras de paso por nuestra ciudad, que habiéndoles llegado noticias de la calidad de sus sedas, no dudaban en pasar por "la maison Sehadín".

Me gustaba jugar con las niñas que venían acompañando a sus madres a platicar en el comercio de abuela, mientras nuestros dependientes agolpaban sobre los tableros de cristal las piezas de tela, entonces ellas, señalaban las piezas con el dedo índice que a modo de gran biblioteca de sedas se clasificaban ordenadamente por calidades y colores en sendas estanterías de cedro. A medida que señalaban la pieza Fatih -el fiel empleado de mi abuela que iba envejeciendo entre las telas- cruzaba la mirada con ella y ella bajaba los párpados asintiendo la orden veloz de romper el equilibrio de las piezas colocándolas una a una sobre la mesa, golpeando sonoramente al desplegarlas y soltar uno o dos largos de tela.

Este ritual se repetía hasta llenar todo el gastado mostrador de cristal y madera. era una litúrgia muy bella la elección de las telas. No me cansaba de observar atardecer tras atardecer los reflejos de la luz sobre las tonalidades de la seda, de como se deslizaban sobre el cristal y la madera y cómo cambiaban  de color según como manejaban la pieza.

Después cortaban las medidas y tras envolverlas en papel de seda, abuela abría un gran libro de gruesas tapas de rojo oscurecido, con las punteras rematadas en labrado de plata, una larga cinta también roja servía de frontera entre una venta y otra. entonces, abría el tintero y con su pluma escribía, una vez untada la punta dorada, con trazo lento y letra muy bella "seda damascena dorada, azul y verde, bordada. Tres largadas 12 libras".


Entonces Hadiya compradora de la tela, madre de mi amiga Samira entregaba 10 libras a abuela y decía -"el próximo día amiga Yamilah"- que así era el nombre de abuela. Ellas se entendían, la perfecta excusa para siempre tener la tienda llena, observar las novedades de las viajeras, sus indumentarias y mil historias humanas de las recién llegadas, platicar después tranquilamente sobre ellas y las modernizados que proporcionaban desde la otra orilla mediterránea, mientras Omar, el pequeño dependiente que no alcanzaba más de diez centímetro más allá de mi cabeza, subía corriendo a la cocina de Má y traía sobre una bandeja de metal labrada unos pequeños vasos de cristal floreado, llenos de caliente té con canela. el azucarero de plata rebosante de azúcar blanca, pronto quedaba horadado por las heridas de la cuchara que no dejaban de avanzar hasta el fondo de la plata y que al repicar de la cuchara, nos avisaba y sabíamos ya que la velada estaba finalizada.



2.2.

Cuantas cosas se pierden con la palabra!

Hadiya  Bilal madre de mi amiga Samira, casada con Said Bilal, músico de instrumentos de cuerda, desde la cítara hasta los laudes de cinco cuerdas, no se le resistía ninguno de los instrumentos. Era el padre de Samira, Said, un hombre admirado en mi familia, formaba parte de la Orquesta Nacional y por ello mi abuela me permitía ir a su casa para tomar clases de laúd junto a Samira. De religión musulmana, la familia Bilal solían llevar cubierto el cabello con un pañuelo blanco cuyo tejido compraban en el comercio de abuela, aunque Said, iba coronado por un leve gorro tejido de ganchillo de hilo fino blanco, que encajaba justo encima de sus orejas, el contraste con el blanco de sus dientes, potenciaba su tez oscura, cuando sonreía dejaba entrever una gran hilera de grandes dientes resplandecientes que competían con el blanco de su taqiyah. Como era la costumbre en los hombres también usaba, como mi padre, un ancho y grueso bigote.

Nunca conseguí manejarme con las cuerdas del laúd, de gran peso para mi ligera fragilidad y el esfuerzo de sujetarlo descentraba mis notas para cuando las creía aprendidas. Al día siguiente volvía a olvidarlas, ya que para mí era un nuevo día, un nuevo sol y nuevas luces que observar. Samaria por el contrario, tenía gran habilidad y ya había aprendido bellas canciones acompañando a sus padres.

Mis preferencias eran sobre el gran libro rojo de abuela, que apenas podía abrir, ya que su tamaño y peso superaba con creces mis oportunidades de descubrir lo que albergaba a los cien años de comerciar con los navegantes que llegaban al puerto de nuestra ciudad. Ver aquellas maravillosas palabras escritas sobre papel con aquel azul de mar tintado o el rojo sanguina perfilado y acabado con caracteres que semejaban plumas de aves acaracoladas y domesticadas por la plumilla, con números que mágicamente sumados daban unas cantidades como resultados, esa y no otra era entonces mi preferencia.

Mis cinco años estaban ya próximos y ellos me llevarían a la escuela, al finalizar la primavera.












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